DERECHOS FUNDAMENTALES Y CONSECUENCIAS ECONÓMICAS


FUNDAMENTAL RIGHTS AND ECONOMIC CONSEQUENCES



Everaldo Lamprea M.*

* Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes y estudiante de Maestría en la Universidad de Georgetown, USA, eml38@law.georgetown.edu Fecha de recepción: 21 de julio de 2005, fecha de aceptación: 2 de marzo de 2006.


RESUMEN

[Palabras clave: teorías deontológicas, teorías consecuencialistas, Corte Constitucional, jurisprudencia económica; JEL: K10, K40]

Este artículo examina la confrontación entre las teorías deontológicas y consecuencialistas en el debate entre juristas y economistas sobre la jurisprudencia económica de la Corte Constitucional colombiana. El argumento de fondo es que pese a que ambas teorías se separan en muchos puntos importantes, en sus versiones “integradas” no son irreconciliables. Muestra que la Corte Constitucional tiende a adoptar una visión deontológica “integrada” en su jurisprudencia económica y que si el establishment económico empleara argumentos derivados de una visión consecuencialista integrada se empezaría a cerrar la brecha entre las maneras de pensar de los juristas y los economistas.

ABSTRACT

[Key words: deontological theories, consequencialist theories, Constitutional Court, economic jurisprudence; JEL: K10, K40]

This article explores the confrontation between deontological and consequencialist theories in the debate between jurists and economists regarding the Colombian Constitutional Court’s jurisprudence. The main argument is that although the theories differ in many important points, they are not irreconcilable in their “integrated” versions. It shows that the Colombian Constitutional Court tends to adopt an “integrated” deontological view in its rulings on economic matters and that if the economic establishment used arguments derived from an integrated consequencialist view, the gap between jurists and economist’s ways of thinking would begin to close.


INTRODUCCIÓN

En febrero de 2001 la Facultad de Derecho de la Universidad de Los Andes reunió a algunos de los más reconocidos e influyentes economistas y constitucionalistas del país para debatir dos perspectivas académicas que, al analizar y evaluar las decisiones de la Corte Constitucional en materia económica, se enfrentaban como alternativas antagónicas y, a juzgar por el transcurso de las conferencias, irreconciliables1. Al repasar los documentos, encontramos que se reiteran las críticas de algunos economistas contra la Corte, casi todas relacionadas con su supuesta inclinación populista y el carácter contra-mayoritario de sus pronunciamientos sobre temas económicos (Clavijo, 2001; Carrasquilla, 2001 y Kalmanovitz, 2001), así como los contra-argumentos de juristas provenientes de la academia o de la Corte Constitucional (Uprimny, 2001 y Arango, 2001).

Aunque algunas intervenciones buscaron establecer nexos entre ambas posiciones2, es muy sugestiva la expresión un tanto categórica con la que Salomón Kalmanovitz inició su intervención: “Juristas y economistas se entienden poco. Sus lenguajes y formas de pensar son distintos y sin embargo se requieren mutuamente” (Kalmanovitz, 2001, 195).

¿Por qué son distintas ambas formas de pensar? El mismo Kalmanovitz da las claves para abordar esta pregunta, al recurrir a la dicotomía entre razonamiento deontológico y consecuencialista (2003, 203). Según él, mientras que el razonamiento jurídico es deontológico porque busca determinar la conformidad de una acción con normas, sin tener en cuenta las consecuencias económicas, el razonamiento económico lleva a construir modelos simplificados de la realidad que permiten establecer las consecuencias económicas de las acciones de los agentes sobre distintas variables (ibíd.). Así, cuando el jurista enfrenta un caso de incremento del salario mínimo real, por ejemplo, se limita a determinar si coincide con la interpretación de cierta norma jurídica. El economista, aunque coincidiera con el jurista en su interpretación en derecho, consideraría prioritario determinar en qué medida el alza contribuye a elevar la tasa de desempleo o a inhabilitar el sistema de crédito y las oportunidades de financiamiento. No obstante, Kalmanovitz llama a que los magistrados de la Corte complementen su razonamiento deontológico con argumentos consecuencialistas. En su opinión, para evitar que la Corte siga produciendo catástrofes presupuestales con sus fallos, debe considerar sus costos y sus consecuencias económicas. Además, la Corte se debe abstener de intervenir en decisiones de técnica económica en las que su razonamiento deontológico –influido a veces por lo que califica de populismo y mesianismo– es insuficiente y peligroso para la estabilidad económica del país (ibíd., 210).

Como ya se advertía en el inicio de su artículo, la argumentación de Kalmanovitz va del señalamiento de las profundas diferencias entre razonamiento deontológico y consecuencialista a la necesidad de complementar la forma de pensar jurídica con argumentos orientados a las consecuencias. Sin pretender ser injustos con un texto tan breve, queremos señalar dos vacíos en su argumentación. En primer lugar, no ofrece indicios de cómo se debería llevar a cabo tal complementación, partiendo de las rotundas diferencias entre formas de pensar jurídicas y económicas. En segundo lugar, parece descartar la posibilidad de una complementación en doble vía, es decir, la posibilidad de que el razonamiento consecuencialista pueda encajar argumentos deontológicos. Son precisamente esos dos vacíos argumentativos los que este artículo pretende llenar.

Para tal efecto, en este ensayo se argumenta que las teorías deontológicas “integradas” (Arango, 2001, 195) pueden abrir espacio a razonamientos consecuencialistas, al mismo tiempo que las teorías consecuencialistas “cualificadas” (Lyons, 1982, 111) pueden encajar consideraciones de las primeras. Este ensayo muestra que la complementación de doble vía no es sólo una posibilidad teórica sino que en la misma jurisprudencia de la Corte Constitucional se aplica un razonamiento deontológico integrado, atento a las consecuencias económicas, pero consciente de la necesidad de trazar límites claros a este razonamiento en materia de derechos fundamentales.

En primer lugar, se examinan algunos problemas de las teorías deontológicas y consecuencialistas no integradas, y algunas críticas. Luego, se muestran las posibilidades de las versiones integradas de estas teorías, recurriendo a los planteamientos de Sen y Scanlon. Se presentan algunos puntos que defiende la escuela del análisis económico del derecho, suponiendo que constituye la teoría consecuencialista más importante en teoría jurídica. Se sostendrá que, pese a la importancia de esta escuela, su versión dogmática y no integrada es incapaz de “tomarse en serio” los derechos fundamentales, al fijar un criterio restringido y problemático para su valoración. Sin embargo –siguiendo a Cass Sunstein– se argumentará que una revisión del concepto de valor y de conmensurabilidad que aplica esta escuela para evaluar los derechos, podría llevar a la consolidación de una versión integrada del análisis económico del derecho, que eventualmente aportaría herramientas constructivas para analizar y valorar la jurisprudencia de la Corte sobre temas económicos. Por último, y antes de llegar a las conclusiones, se discute la sentencia C-776 de 2003 (M. P. Manuel José Cepeda), en la cual la Corte Constitucional colombiana adopta un análisis cercano a las teorías deontológicas integradas en la decisión de un caso con implicaciones macroeconómicas. Se argumentará que se trata de un análisis deontológico integrado ya que, pese a que la declaratoria de inexequibilidad de la norma que estudió la Corte se basa en un razonamiento deontológico –la violación del derecho fundamental al mínimo vital–, incluye argumentos consecuencialistas para declarar su inexequibilidad. Se concluye que este tipo de razonamiento deontológico, atento a las consecuencias, abre perspectivas interesantes para la aplicación de un enfoque integrado del análisis económico del derecho en los fallos de la Corte Constitucional sobre asuntos económicos, a través del cual economistas y juristas podrían llegar a puntos de acuerdo en “sus lenguajes y formas de pensar”.

DEONTOLOGISMO Y CONSECUENCIALISMO: UNA COMPAÑÍA INCÓMODA PERO NECESARIA

Una de las primeras preguntas que surgen cuando abordamos el tema de la confrontación entre teorías deontológicas y consecuencialistas es la siguiente: ¿se trata de dos posiciones totalmente antagónicas, o existen puntos de contacto y acuerdo? Esto es precisamente lo que se aborda brevemente en esta sección. Tratándose de un tema tan amplio y arduo, nos centraremos en la inclusión de argumentos consecuencialistas en el razonamiento basado en derechos. No se trata de una decisión arbitraria. Por el contrario, es casi de sentido común afirmar que para tomarse “los derechos en serio” se debe aislar todo tipo de argumentos basados en las consecuencias; y a la inversa, que quien está comprometido con una teoría consecuencialista se encuentra blindado contra consideraciones que den primacía a la idea muchas veces abstracta y escurridiza de los derechos. Lo que se busca en este ensayo es poner a prueba esta intuición. Para ello se reduce más el enfoque para comentar algunas propuestas (especialmente las de Sen y Scanlon) que, a nuestro entender, pretenden mostrar que en materia de derechos el deontologismo y el consecuencialismo no son absolutamente excluyentes, sino que en sus versiones integradas pueden llegar a fructíferos puntos de diálogo y acuerdo.

ALGUNOS PROBLEMAS DE LAS TEORÍAS CONSECUENCIALISTAS

Por consecuencialismo podemos entender, según Amartya Sen, aquel conjunto de teorías para las cuales “todas las opciones, incluyendo la selección de acciones, prácticas, instituciones y demás, deben ser guiadas exclusivamente por la bondad del estado de cosas consecuente” (Sen, 2002, 13). Según esta definición, el utilitarismo sería una especie de consecuencialismo3. Siendo más precisos, el utilitarismo es aquella teoría en la que la única base sólida para la evaluación normativa (o moral) es el bienestar general (Lyons, 1982, 110). Así, presupone que la comunidad está en mejores condiciones si sus miembros son en promedio más felices o si sus preferencias se satisfacen en mayor medida (Dworkin, 1981, 153). De modo que la justificación de trasfondo de las decisiones políticas debe ser la satisfacción de tantas preferencias y objetivos individuales como sea posible (ibíd.). Desde este punto de vista consecuencialista no es difícil entender por qué muchos críticos afirman que es incapaz de incorporar de manera convincente un discurso deontológico como el de los derechos fundamentales. Otros, más radicales, como Dworkin, afirman que la idea de los derechos se construye en forma antagónica a la del utilitarismo, por cuanto son “cartas de triunfo” que los sujetos interponen a los intereses maximizadores de la comunidad (ibíd.), los cuales pueden entrar en colisión con los intereses de individuos o grupos minoritarios, por ejemplo. Además, la dificultad para hacer “comparaciones interpersonales”4 impediría saber qué tan mal o bien les va a ciertos individuos con respecto a otros, lo que en principio anularía la posibilidad de demandar una mejor distribución de recursos y mayores niveles de equidad en la sociedad.

Objeciones como éstas se dieron en el contexto de una gran oleada de críticas surgida en la academia anglosajona alrededor de 1970, no sólo contra el consecuencialismo en general sino contra el utilitarismo en particular (Little, 2002, 53). Al utilitarismo se le acusaba, entre muchas otras cosas, de una falta de respeto por los individuos, de no tomarse seriamente la distinción entre las personas –como planteó Rawls en Teoría de la justicia–, de no ser capaz de comparar la utilidad marginal entre individuos distintos, y de no incentivar la igualdad social (ibíd., 54). Ante estos ataques, las versiones incipientes o “no cualificadas” del utilitarismo tuvieron que evolucionar, y conceptos como los de “placer” o “felicidad” han sido remplazados por los de “preferencias” o “disposición a pagar”, del mismo modo que conceptos como “maximización del bienestar agregado” han dado paso a otros, como “eficiencia económica” (Lyons, 1982, 111). Pero aun las versiones más cualificadas del utilitarismo se ven en grandes aprietos ante las objeciones provenientes de teorías que se toman en serio la defensa de los derechos.

ALGUNOS PROBLEMAS DE LAS TEORÍAS DEONTOLÓGICAS

Para Rawls, las teorías deontológicas son aquellas que no especifican el bien independientemente de la justicia, o que no interpretan lo justo como maximización del bien; las teorías deontológicas, por lo tanto, se pueden definir como no consecuencialistas, es decir, como teorías que caracterizan lo justo de los actos y de las instituciones en sí mismos e independientemente de sus consecuencias (Rawls, 1971, 41). Este tipo de definiciones negativas de las teorías deontológicas –que las presentan como no consecuencialistas– entrañaban, según Hart, un gran peligro: al construir una teoría a la sombra de otra, se corría el riesgo de repetir los errores que se querían criticar. Más específicamente, Hart se refería a tres de las teorías deontológicas más influyentes, las de Rawls, Dworkin y Nozick, que según el jurista inglés fueron ideadas, aunque en grados distintos, en respuesta a la teoría utilitarista (Hart, 2003), que en su versión más radical ofrece un sólido pero rígido esquema consecuencialista para las evaluaciones normativas. El error recurrente que Hart encontraba en Nozick y Dworkin era que al tratar de construir una teoría anti-utilitarista derivaban conclusiones de una única y gran idea, así como la teoría utilitarista intentaba derivar muchas ideas de una sola: el mayor bienestar para el mayor número. Si en Dworkin la piedra de toque era la de igual consideración y respeto por las personas, en Nozick era el concepto de separación entre ellas. La grave falla de estas teorías que se asientan en un pilar único –muy sólido, a primera vista– es, según Hart, que pueden seguir el mismo destino de la teoría utilitarista: un escrutinio minucioso no tarda en detectar las grietas en el criterio único de evaluación que proponen, lo que pone en peligro toda su estructura teórica.

Otro grave problema derivado de la inflexibilidad de las teorías deontológicas radicales, como la de Nozick, es que al declarar la primacía absoluta de los derechos sobre cualquier otra consideración, pueden considerar toda interferencia en los derechos individuales como una violación de estos. Nozick argumenta, por ejemplo, que el simple hecho de gravar con impuestos a los ciudadanos es una violación crasa e injustificada de sus derechos individuales (Nozick, 1974). El Estado, por lo tanto, encuentra en los derechos un bastión impenetrable, ante el cual debe reducir al máximo su actividad y su capacidad de intervención, convirtiéndose en un convidado de piedra en muchas áreas en las que usualmente debe intervenir. Pero sabemos que los derechos no son absolutos, y que a veces las pretensiones de un individuo basadas en sus derechos fundamentales deben ceder ante los derechos fundamentales de otros, o ante el interés general. Desde una perspectiva deontológica radical sería muy difícil explicar por qué se han de ponderar unos derechos fundamentales vis-à-vis otros derechos fundamentales (partiendo del supuesto de que no son absolutos), y por qué las interpretaciones basadas en derechos fundamentales se deben enmarcar en un contexto socio-económico específico, teniendo en cuenta otros valores y objetivos sociales como el bienestar y la eficiencia económica. Las teorías deontológicas inflexibles nos podrían conducir, como la de Nozick, al paradigma del Estado como vigilante nocturno, así como a una confianza irrestricta en los mecanismos de mercado, los cuales –entre otras cosas– estarían equipados para proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos. Pero, como veremos, el funcionamiento de mercados libres y competitivos no es garantía suficiente para el respeto de los derechos fundamentales (de hecho, el mercado puede generar incentivos para violarlos), y por ello en muchas áreas (entre ellas el mercado) es necesaria la intervención del Estado para proteger los derechos.

CONCEPCIONES INTEGRADAS DEL CONSECUENCIALISMO Y EL DEONTOLOGISMO

UN CONCEPTO INTEGRADO DE LAS TEORÍAS DEONTOLÓGICAS

Por concepciones integradas del consecuencialismo y del deontologismo podemos entender todas aquellas posiciones teóricas que, pese a estar enmarcadas en estas corrientes de pensamiento, aceptan transacciones o trade-offs con otros criterios de evaluación.

Un concepto deontológico integrado, por ejemplo, sería el de Amartya Sen (Arango, 2001, 195), quien identifica dos aproximaciones al concepto de derechos: la independiente y la integrada (Sen, 2002, 16). La perspectiva independiente de los derechos no sólo defiende la importancia comparativa de los derechos frente a otros criterios evaluativos, sino su total prioridad (ibíd.). Según esta concepción –que puede corresponder a la obra de Nozick y Dworkin– la corrección de una decisión depende del respeto de los derechos como único criterio evaluativo posible, que no es puesto en competencia con otros valores o fines que podrían ser socialmente buenos. En pocas palabras, la teoría independiente de los derechos descarta de plano cualquier tipo de “transacciones” con razonamientos orientados a las consecuencias.

En una visión integrada de las teorías deontologías, en cambio, los derechos son importantes pero no absolutos (Arango, 2001, 195). Sen, defensor de una teoría integrada, afirma que los derechos pueden colisionar entre sí, lo que hace necesarias las transacciones entre ellos. Pero, además, el razonamiento deontológico de la corrección puede llevar a trade-offs con otras consideraciones, por ejemplo las de un razonamiento consecuencialista. En este sentido, la corrección de los derechos no se determinaría únicamente con base en criterios deontológicos, sino que el razonamiento debe incluir consideraciones consecuencialistas, como la de evitar la miseria social y la opresión económica. Así, una teoría independiente, que concibe a los derechos como criterios procedimentales o restricciones que deben ser observadas por encima de toda otra consideración, resultaría incompleta porque tendría graves dificultades para ponderar los pesos relativos de diferentes derechos vis-à-vis otros derechos y vis-à-vis otros logros y realizaciones procedimentales, como los que tienen en cuenta las consecuencias (Sen, 2002, 36). En contraste, la teoría integrada de Sen puede incorporar –junto al razonamiento centrado en procedimientos correctos e incorrectos– análisis que ponderen los resultados y las consecuencias aceptables e inaceptables. A nuestro entender, esta característica de la teoría integrada de los derechos la convierte en una alternativa más consistente que la independiente a la hora de justificar los derechos. Siguiendo a Scanlon en este punto, es claro que las consideraciones centradas en la mera utilidad son insuficientes para cuestionar la necesidad de los derechos, pero también es cierto que los derechos se deben justificar de alguna forma, y tal justificación no puede eludir la pregunta acerca de sus consecuencias sociales (Scanlon, 1995). Sabemos que los derechos deben ser garantizados y también sabemos que esa garantía tiene costos sociales (Arango, 2001, 195). Partiendo de que sólo una teoría integrada de los derechos es capaz de realizar “transacciones” con este razonamiento, podemos afirmar que es una herramienta más sólida para evaluar y justificar los derechos frente a otros objetivos sociales, como el bienestar o la eficiencia económica.

UN CONCEPTO INTEGRADO DE LAS TEORÍAS CONSECUENCIALISTAS

Así como se hizo con las teorías deontológicas, cabe preguntar cuáles son las posibilidades de una teoría consecuencialista integrada, una teoría capaz de establecer transacciones con razonamientos deontológicos. Scanlon propone una teoría que da un lugar preponderante al análisis de las consecuencias para justificar los derechos, y que al mismo tiempo se toma los derechos en serio al establecer límites al razonamiento consecuencialista (Scanlon, 1995, 138). Pese a que se inscribe en el utilitarismo de la regla5, esta alternativa busca evitar los problemas que debilitan la versión tradicional del utilitarismo al tiempo que conserva sus características básicas. Scanlon propone una versión que da suficiente espacio a consideraciones de distribución y de justicia, y que al mismo tiempo se opone a las consideraciones deontológicas tradicionales. Por lo tanto, se separa de las teorías consecuencialistas estándar, que se resisten a incluir consideraciones explícitamente morales en el cálculo de la utilidad, porque considera que la promoción de la igualdad en la distribución y de la equidad en la sociedad es una manera de satisfacer las preferencias de los individuos en mayor medida. Al mismo tiempo se separa de las teorías deontológicas tradicionales pues considera que la equidad y la igual distribución son objetivos o fines morales, pero no requerimientos morales específicos (Scanlon, 1995, 143). No obstante, mantiene su posición utilitarista, ya que reconoce que la promoción de la igual distribución y de la equidad no es un objetivo o fin absoluto, sino que puede chocar con otros fines, como el bienestar o la eficiencia económica. Reconoce que estos dos objetivos pueden tener costos cuando interfieren procesos cuya eficiencia es determinante. En consecuencia, no siempre se justifica un incremento de la igualdad; por ello es indispensable preguntar: “¿igualdad de qué y a qué costo?”. Por otra parte, al darle un lugar importante a los derechos en su análisis consecuencialista, Scanlon sigue una vía alternativa. Su explicación para incluir los derechos es que se justifican en referencia al estado de cosas que promueven: una distribución aceptable del control sobre factores que son importantes en nuestra vida (1995, 148). Pero este objetivo de los derechos compite con objetivos de otra índole, que de probarse más valiosos prevalecerían sobre los objetivos que se persiguen con la promoción del derecho. Sin embargo, esta afirmación (que convertiría a Scanlon en un utilitarista del acto), es matizada por el autor cuando distingue el valor derivado de tener un derecho y el costo de verlo violado en una situación particular. Así, cuando se afirma que tengo derecho a la privacidad, debo estar en capacidad de comparar las ventajas de tener este derecho (la facultad para impedir que mi casa sea registrada sin autorización legal) frente a consideraciones alternas (las ventajas de tener una policía con amplias facultades en un país inseguro). Pero en una situación particular en la que un policía requise mi casa sin autorización, y por lo tanto se viole mi derecho, no se podría afirmar que todas las ventajas y valores que justifican el derecho se hayan perdido. Puede suceder, según Scanlon, que en el caso de la requisa no me importe la intromisión6.

Una conclusión provisional de esta argumentación es que las teorías consecuencialistas y deontológicas no son antitéticas en todo sentido, pues sus versiones integradas tienen puntos de apoyo comunes para superar las objeciones tradicionales. Los aportes de Sen y de Scanlon muestran que el razonamiento de los derechos puede superar la crítica de que es incapaz de realizar trade-offs, no sólo con otros derechos, sino con otros criterios de evaluación, especialmente los que toman en cuenta las consecuencias.

LA ESCUELA DEL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO

En teoría jurídica, la escuela de análisis económico del derecho (AED) de Chicago es la principal heredera del legado consecuencialista7. Coase, cuyo famoso teorema de 1960 es una de las ideas germinales de la escuela del AED, considera que si las transacciones de mercado no tuvieran costo alguno, todo lo que se necesitaría en una decisión judicial sería un arreglo o asignación claro de los derechos de las partes (1994, 138). Pero como en el mundo real las transacciones mercantiles son tan costosas que hacen muy difícil cambiar los acuerdos y asignaciones de derechos entre las partes, es indispensable que los jueces tengan en cuenta las consecuencias económicas de sus fallos8. El problema de la intervención del derecho y de sus consecuencias económicas es el eje de su teorema, que se planteó en el contexto de un problema ambiental surgido a raíz de una disputa de responsabilidad extracontractual (Sunstein, 1993, 6). Coase concluye que cuando no hay costos de transacción, la asignación inicial de titulaciones legales es irrelevante para el uso definitivo de la propiedad y el nivel de actividades relevantes. El teorema sugiere que cuando los costos de transacción son nulos, no importa si la titulación jurídica, en un caso de contaminación por una industria –supongamos–, se asigna a los contaminadores o a los afectados (ibíd.).

Este teorema, que Coase propuso en “The Problem of Social Cost”, tal vez el ensayo económico más citado en la literatura del AED, y uno de los más célebres en la literatura económica, abrió un campo inédito en el estudio de las externalidades y de la propiedad (Friedman, 2000, 45). Además, convirtió a las instituciones y las decisiones jurídicas en importantes objetos de estudio de la ciencia económica. Esta entrada del derecho en el estudio de la economía fue acompañada por el surgimiento en Estados Unidos de una escuela jurídica que le daba preponderancia al uso de herramientas del análisis económico en el estudio del derecho. Así, el derecho y la economía encontraron nichos conjuntos de discusión teórica. En esa coyuntura, la teoría y muchas disciplinas dogmáticas del derecho adoptaron metodologías propias de la economía para analizar fenómenos e instituciones jurídicas. Los trabajos pioneros de Coase y Becker (ambos premios Nobel de economía) abrieron un muy fructífero campo de estudio en el derecho, entre cuyos más importantes impulsores y representantes figuran los juristas Guido Calabresi y Richard Posner (Posner, 2000, 27-28).

La escuela de Chicago de AED parte de un supuesto básico: el sistema del derecho común se puede interpretar como un esfuerzo para promover la eficiencia económica (Posner, 1993, 103). El argumento, como lo explica Posner, no es que toda doctrina y toda decisión del derecho común sean eficientes, sino que “los grandes campos del derecho común de la propiedad, los daños, los delitos y los contratos, tienen el sello del razonamiento económico” (Posner, 2000, 28). Es decir, muchas doctrinas e instituciones del derecho común se entienden mejor como esfuerzos para promover la asignación eficiente de recursos (ibíd.). El AED encuentra una relación clara entre el derecho y el mercado, una relación positiva y eficiente que maximiza el bienestar (Malloy, 2000). La eficiencia y el cálculo económico son la preocupación central de esta escuela, y estos criterios son el marco para analizar y evaluar las instituciones jurídicas y los fallos judiciales. El juez, según Posner, es un individuo que maximiza utilidades, y como argumenta en su artículo “What do Judges Maximize” (1993), jueces como el mismo Posner obtienen utilidad de su labor judicial porque consiguen popularidad y prestigio, llaman la atención sobre el interés general y evitan que sus fallos sean revocados por instancias superiores (ibíd., 10-11). Los individuos también buscan maximizar los beneficios, y cuando califican de injusta o inmoral la condena de una persona sin someterla a juicio o una expropiación sin indemnización justa, lo que quieren afirmar en el fondo es que ese comportamiento desperdicia recursos; en suma, para Posner, el desperdicio en un mundo de recursos escasos se debe considerar inmoral (2000, 32). Los jueces y los abogados “no pueden omitir el futuro”; en su análisis deben incluir la previsión de las consecuencias de sus actuaciones sobre la asignación de recursos (ibíd., 30).

Son muchas las ventajas del enfoque del AED. En primer lugar, como sostienen Cooter y Ulen, la economía encontró un nicho vacante en la “ecología intelectual” del derecho (2002, 13). Al cumplir con este rol, el AED abrió un espacio interdisciplinario para el debate entre economía y derecho, donde un abogado podía empezar a considerar las leyes como incentivos para modificar el comportamiento (precios implícitos) y como instrumentos de políticas públicas (eficiencia y distribución), y los economistas podían empezar a absorber teorías jurídicas, como la de la volición en materia contractual (ibíd., 19).

Posner, en su libro Overcoming Law, subraya las grandes virtudes analíticas y explicativas del AED. El AED, lejos de ser un visión reduccionista del derecho –como afirman muchos críticos–, rechaza la supuesta “autonomía del derecho”, y propone una interpretación menos formalista y más amplia, según la cual el derecho no evoluciona siguiendo una lógica interna, sino en respuesta a las presiones políticas y económicas del entorno social (Posner, 1995, 17). Por otra parte, el enfoque pragmático y empirista de la ciencia económica permite que el AED, a diferencia de otras escuelas jurídicas, construya y compruebe modelos de comportamiento humano para predecirlo y controlarlo (cuando sea conveniente). Además, el enfoque objetivo y pragmático del AED ayudaría a demoler el nocivo “tótem” subjetivista que, según Posner, han posicionado los realistas y los críticos legales estadounidenses (“los chicos malos”, para él), y según el cual no se puede decidir en derecho con base en principios desvinculados de quien decide (ibíd., 21). El AED aportaría criterios de decisión impersonales, sujetos a comprobación y control aun en casos altamente politizados, cargados de emociones o de tabúes.

El AED tiene un componente descriptivo y uno normativo (Dworkin, 1980, 517). Por una parte, afirma que en el derecho común los jueces suelen decidir los casos difíciles con base en el criterio de maximización del bienestar social (criterio descriptivo) y, por otra, que la maximización del bienestar debe ser el criterio para resolver casos judiciales difíciles (criterio normativo). El criterio descriptivo no se limita a las decisiones judiciales. Para esta escuela, las instituciones de derecho común son eficientes. Mientras que a primera vista el derecho común parece estar compuesto por campos de análisis distintos (propiedad, contratos, responsabilidad, etc.), para el AED todas estas áreas se sustentan en la lógica económica de la eficiencia (Mercuro y Medema, 1997). En su aspecto normativo, el AED enfrenta una feroz crítica de defensores de teorías deontológicas como Ronald Dworkin, para quien el criterio normativo según el cual las decisiones judiciales deben intentar maximizar el bienestar social asignando derechos a quienes podrían adquirirlos de no ser por los costos de transacción, lleva a preguntar: ¿por qué la maximización del bienestar es un objetivo social legítimo?, es decir, ¿por qué una sociedad con mayor bienestar económico es “mejor” que una con menores niveles de bienestar? Para Dworkin, el AED –por lo menos la versión que defiende Posner– comete errores conceptuales cuando intenta resolver estas preguntas básicas. Si sostiene que los casos judiciales se deben resolver con el objetivo de incrementar la riqueza o el bienestar social, podría legitimar este objetivo argumentando que la riqueza social es un componente del valor. De este modo, una sociedad con más riqueza es una sociedad con mayor valor. Otra posibilidad, la que defiende Posner, sería afirmar que una sociedad con más riqueza es mejor porque la riqueza tiene una importante conexión instrumental con otros componentes independientes de valor. Según Dworkin, lo que sugiere Posner es que la maximización del bienestar económico es un valor ya que las sociedades que buscan maximizar el bienestar, como objetivo central de sus decisiones políticas, desarrollarán características muy atractivas, entre ellas el respeto de los derechos fundamentales. Llegamos aquí a un punto muy importante, pues para Dworkin esta conexión instrumental entre maximización del bienestar y derechos es insostenible, porque el AED no aporta un argumento moral independiente para sostener que la asignación de derechos debe seguir el criterio de maximización del bienestar. Esto es, al asignar derechos tratando de maximizar el bienestar no se promueve ni se alcanza otro objetivo social o moral fuera de la maximización de bienestar; se trataría entonces de un argumento circular que presenta encubiertamente a la maximización del bienestar como un fin en sí mismo9. La imposibilidad de demostrar, mediante criterios morales independientes, por qué la maximización del bienestar es un valor social legítimo no es sólo una dificultad conceptual, sino ética. Para Posner –afirma Dworkin– aun los derechos fundamentales tendrían valor moral si promueven y maximizan el bienestar económico (1980, 521). Según Dworkin, este criterio deja sin protección real a los derechos fundamentales porque hace depender su aplicación y garantía de un aumento hipotético del bienestar económico.

HACIA UN AED INTEGRADO

En Colombia, el AED ha sido acogido por los economistas que critican la jurisprudencia de la Corte; pero sus presupuestos y fundamentos teóricos rara vez se hacen explícitos en el debate colombiano (García, 2004). La recepción del AED entre nosotros10 tampoco hace explícitas las diferencias entre sus componentes descriptivo y normativo. Se dan por sentadas ciertas características de la sociedad y del mercado que en países semiperiféricos, como Colombia, no siempre coinciden con la realidad, y que más bien corresponden a una visión normativa. La desigual interacción entre agentes del mercado, la falta de neutralidad de la actuación del Estado, y los graves problemas de pobreza y exclusión hacen pensar que una lectura dogmática de los presupuestos del AED no se ajusta a las características y necesidades de nuestra sociedad (ibíd.). Como sostienen Centeno y López en el libro The Other Mirror-Grand Theory through the Lens of Latin America, la aplicación de grandes construcciones teóricas al contexto latinoamericano es una historia de búsquedas de modelos para entendernos, imaginarnos a nosotros mismos, y emular a otros (2001, 5). Pero la aplicación de estas macro-teorías, ideadas en contextos diferentes, no siempre ha estado mediada por el entendimiento de las posibilidades reales de trasplante a realidades tan disímiles. Como dicen gráficamente Centeno y López, en nuestras ciencias sociales tradicionalmente se ha entendido por campesino a Francia, por Estado a Alemania, por revolución a Rusia y por democracia a Westminster (ibíd.). Siguiendo a Montecinos y Markoff (2001), en la economía (supuestamente la más universal de las ciencias sociales) es esencial reconocer la especificidad y el contexto de los conceptos, ideas y modelos. Pero es en ella donde más se tiende a equiparar una lectura normativa a una descriptiva –como atestigua la instauración de modelos de corte neoliberal– que divorcia a las instituciones de la estructura social. La aplicación de estos modelos da por sentada –erróneamente– la existencia de instituciones liberales clásicas en nuestro contexto, las cuales atenúan las características más predatorias del mercado (Centeno y López, 2001, 8). Este error surge de la presunción de que la existencia de ciertas instituciones –como el mercado– significa que desempeñan las mismas funciones que sus contrapartes en otras regiones.

Una de las funciones que se suele atribuir a los mercados libres y competitivos es la de prevenir o combatir la discriminación y la violación de derechos fundamentales. Aunque este argumento puede resultar válido, en algunos contextos es insuficiente. Para demostrarlo, Sunstein (1997, 152) propone que definamos la discriminación como la decisión de un agente del mercado de tratar de manera distinta a una persona (o a un conjunto de personas) por ser mujer, negro, homosexual, etc. Con esta definición, se podría argumentar que los mercados libres y competitivos combaten la discriminación, ya que los agentes que discriminan estarían en desventaja competitiva frente a los que no discriminan. Esto se puede explicar de la siguiente manera: supongamos un conjunto de “compañías D” que decide no contratar ni comerciar con personas que pertenecen a cierto sector de la comunidad, y otro conjunto de “compañías ND” que no discriminan y que compiten con las D en la misma área del mercado. A largo plazo las compañías D estarían en franca desventaja frente a las ND porque no pueden escoger entre un abanico de opciones de fuerza laboral tan grande como el de las ND ni vender sus productos a un grupo tan grande de posibles compradores “dispuestos a pagar”. Así, el mercado competitivo fijaría un impuesto suficientemente alto a las conductas discriminatorias que disuadiría a los agentes de formar “compañías D” (ibíd.). Cooter (2000, 341) comenta el caso de un equipo de fútbol americano que en los años cincuenta se negaba a contratar jugadores negros, y que debía competir con equipos que sí los reclutaban: el mercado logró que con el tiempo el equipo contratara jugadores negros ante los malos resultados financieros y deportivos de su política discriminatoria. Cooter sostiene que el modelo de competencia perfecta predice que los discriminadores pagarán por discriminar, pero que los estudios empíricos no respaldan esta predicción. Lo que sucede es, por el contrario, que las víctimas de la discriminación (por ej., los afroamericanos discriminados en los años cincuenta en Estados Unidos) pagan el costo de la discriminación (por ej., recibiendo salarios más bajos que los blancos). En suma, pese a que el modelo predice que los discriminadores pagan, en el mundo real las fallas del mercado llevan a que el costo se traslade de los discriminadores a los discriminados (ibíd., 344). Según este autor, la persistencia de la discriminación obedece a fallas tales como los monopolios, la información asimétrica y las externalidades. Los discriminadores operan del mismo modo que un cartel monopólico, un grupo que obtiene ventajas bloqueando la entrada al mercado. Y concluye que eliminar los obstáculos a la competencia equivale a atacar la discriminación (ibíd., 356).

Sunstein hace varias objeciones a este razonamiento. En primer lugar, aun en un mercado perfecto las actitudes discriminadoras no se oponen necesariamente al interés económico del agente discriminador, lo que niega el supuesto de que la discriminación es irracional y no económica porque terceras partes pueden imponer sanciones económicas a los empleadores que no discriminan, y llevarlos a discriminar, así prefieran no hacerlo. Consideremos, por ejemplo, un almacén de bienes de lujo cuyos clientes prefieren no tener contacto con personas de raza negra, una aerolínea comercial cuyos dueños no quieren tener pilotos mujeres, una facultad que prefiere tener un profesorado blanco y masculino, una firma que prefiere no tener abogados negros o un hospital que se niega a contratar médicos homosexuales. Debido a que los mercados no sólo son insuficientes para disuadir los comportamientos discriminatorios sino que pueden ofrecer incentivos para la discriminación, es necesaria la intervención del derecho para mitigarla o eliminarla. La Ley de Derechos Civiles de 1964 sirvió para que en Estados Unidos muchos agentes se protegieran de las consecuencias negativas (en forma de violencia y de sanciones competitivas) de su decisión de no discriminar. Sin la fuerza del derecho detrás de ellos, quizá habrían encontrado obstáculos, como presiones de terceros actores y normas sociales, que hubiesen terminado llevándolos a la discriminación (Sunstein, 1997, 154).

Muchos de los economistas colombianos que atacan la labor de la Corte no tienen en cuenta este tipo de argumentos. Dan por sentado que su intervención es innecesaria y nociva en áreas en las que consideran que el mercado es autosuficiente. Eso puede ser cierto en sentido estrictamente consecuencialista, pero no en un sentido deontológico cuando el mercado no garantiza la defensa de los derechos fundamentales y ofrece incentivos para violarlos. No argumentamos que un razonamiento consecuencialista como el del AED sea inaplicable en las decisiones de la Corte Constitucional (de hecho, ponemos de presente que la Corte incluye consideraciones consecuencialistas en sus fallos sobre asuntos económicos). Tampoco descartamos los argumentos de algunos economistas y juristas (ver Palacios, 2001 y Núñez, 2005) que ven graves dificultades metodológicas, políticas y económicas en una lectura estrictamente deontológica de la Constitución11. El AED tiene mucho que aportar en la aplicación de razonamientos consecuencialistas en las decisiones de la Corte Constitucional, aunque no en la versión rígida incapaz de establecer trade-offs con otras consideraciones consecuencialistas. La necesidad de una versión integrada del AED es apremiante ante la posibilidad de que el razonamiento consecuencialista termine avasallando la defensa de derechos fundamentales con el argumento de que la maximización de la riqueza y el bienestar es el objetivo primordial de una sociedad (el temor de Dworkin ante la aplicación de las tesis de Posner). ¿Pero cómo estructurar una versión integrada del AED en materia de adjudicación constitucional capaz de prever las consecuencias económicas de los fallos y que al mismo tiempo se “tome en serio” los derechos? Creemos que se pueden encontrar algunas claves en la reevaluación del concepto de “valor” y de “conmensurabilidad” del AED tradicional.

LA INCONMENSURABILIDAD DE LOS DERECHOS

Richard Posner defiende un “mercado de bebés” con argumentos consecuencialistas persuasivos, aunque sujetos a muchas objeciones desde otras perspectivas. Para él, las necesidades y deseos de las parejas infértiles se satisfarían mejor en un mercado libre (Sunstein, 1997, 97). Según Sunstein, ese razonamiento no tiene en cuenta que un “mercado de bebés” en el que se puedan comprar y vender seres humanos los valoraría erróneamente –como bienes– lo cual constituye una valoración errada en sí misma (ibíd.). Podemos mencionar casos menos dramáticos. El juez Bork ha dicho que no entiende por qué una Corte protege la privacidad sexual pero no el derecho a contaminar, ya que para él no existe una diferencia real entre esos dos derechos, en cuanto de ambos se derivan “gratificaciones” (ibíd., 95).

La pregunta es cuáles son las diferencias, en términos de valor, entre el derecho a la privacidad sexual y el derecho a contaminar. La respuesta es que el valor de este último se puede establecer mediante la métrica de la maximización de beneficios pero no así el del derecho a la privacidad sexual. Más aún, el valor de ambos derechos, proteger libertades individuales, sólo se puede establecer por fuera de esa métrica. Sunstein propone imaginar ejemplos en los que los derechos fundamentales se puedan medir con base en la maximización de beneficios. ¿No sería preferible negociar derechos de discriminación racial en el mercado para que los discriminadores pudieran comprarlos a quienes no discriminan? ¿O permitir que los empleadores discriminen pagando una tarifa? Supongamos que se pudiera demostrar que este enfoque es más eficiente que el de los derechos que ha adoptado la Corte Constitucional y, además, que produce mejores resultados en términos del bienestar total. ¿Por qué no adoptarlo? La respuesta de Sunstein es que permitir que los empleadores discriminen pagando una tarifa es inconsistente con el valor que la sociedad colombiana o la estadounidense le asigna a la no discriminación. Si los discriminadores pudieran comprar derechos a discriminar, la discriminación no sería estigmatizada ni valorada tan negativamente (ibíd., 97). En campos como los derechos fundamentales y otras áreas de la vida humana (como la amistad o el amor), es justificable que no interfieran valoraciones consecuencialistas y basadas en la maximización de beneficios, pues tendrían efectos adversos sobre las valoraciones no consecuencialistas que los seres humanos les asignan por fuera del mercado.

Los valores humanos son plurales y no se les puede aplicar la misma métrica. Pese a que las “teorías monistas de la fijación del valor” –como el AED– sean útiles para predecir ciertas acciones y diseñar estrategias aplicando un único criterio (la maximización del bienestar, por ej.), también pueden llevar a predicciones, explicaciones y recomendaciones erradas cuando evalúan valores humanos como los que representan los derechos fundamentales (ibíd., 78-79). En este sentido, estos son inconmensurables.

Según Sunstein, la inconmensurabilidad surge “cuando los bienes relevantes no pueden ser alineados en una métrica única sin que se contradigan nuestros juicios sobre cómo deben ser caracterizados y valorados estos bienes” (ibíd., 80). En esta definición, “juicios” son todas las formas de entender, evaluar y experimentar reflexivamente ciertas relaciones y eventos; “métrica única” es toda evaluación estándar que opere en un nivel claro de especificidad, no involucre distinciones cualitativas y permita comparar diferentes bienes con la misma dimensión métrica12; y “contradicción” significa que el uso de una métrica única es inconsistente con la manera de juzgar y experimentar estos bienes (ibíd., 81). El punto central es que “bienes” como los derechos fundamentales son inconmensurables, pues no se pueden evaluar con una métrica única sin contradecir nuestra manera de entenderlos. Esto no significa que sean absolutos o que no se puedan comparar o ponderar; simplemente que esto no se puede hacer aplicando una métrica única como la de la maximización del bienestar.

Sunstein y Holmes (1999) reconocen que todos los derechos –aun los fundamentales– tienen costos económicos13. El derecho a la libre expresión no sería protegido si los contribuyentes no pagaran los impuestos necesarios para el funcionamiento del sistema judicial que lo garantiza (Sunstein, 2001, 12). Pero de este argumento no se puede deducir que todos los derechos, por tener costos, se puedan evaluar del mismo modo, como la libre expresión y el derecho a contaminar. Según Sunstein, pese a los logros del AED en el estudio del derecho, en su rama normativa se basa en “una concepción del valor demasiado débil, superficial y sectaria, resumida en la noción de que las reglas legales se deben diseñar para maximizar la riqueza” (1997, 97). El problema central de este criterio único de evaluación es que elude las diferencias cualitativas entre bienes que usualmente entran en disputa en las decisiones judiciales. El uso de una métrica unitaria y de arriba hacia abajo no es concordante con el razonamiento analógico y de abajo hacia arriba que se suele requerir en derecho, y al que no se le puede exigir la aplicación de una métrica única. Podemos afirmar entonces que un AED integrado aceptaría que debe abandonar su pretensión de entender todos los fenómenos jurídicos con base en una “teoría monista de la fijación del valor” (representada en el criterio de maximización de bienestar), especialmente en el caso de los derechos fundamentales, que son bienes inconmensurables que no es posible evaluar con una métrica unitaria14.

UN EJEMPLO DE LA JURISPRUDENCIA

En la sentencia C-776 de 2003 (M. P. Manuel José Cepeda) la Corte rechaza un razonamiento cercano a un AED dogmático, centrado en la maximización del bienestar, y se decide por un razonamiento afín a las teorías deontológicas integradas, en el cual, pese a que declara inconstitucional el artículo de una norma por violar un derecho fundamental, al mismo tiempo considera las consecuencias negativas de esta medida.

En esta sentencia, la Corte Constitucional declaró inexequible el artículo 116 de la Ley 788 de 2002 –entre varios artículos demandados– mediante el cual el gobierno nacional pretendía extender desde el 1.° de enero de 2005 la base gravable del IVA a algunos productos de la “canasta familiar” relacionados con la salud (medicamentos) y la educación (cuadernos y lápices), así como a los servicios públicos domiciliarios, los servicios médicos y odontológicos (incluidos los del POS), la educación de todo nivel, el trasporte público, y el arrendamiento de vivienda.

Los argumentos del gobierno nacional (representado por el Ministerio de Hacienda y la DIAN) para defender el artículo 116 son estrictamente consecuencialistas. Es claro que el objetivo de esa medida es maximizar el bienestar general de la población colombiana. En su intervención ante la Corte, el Ministerio de Hacienda sostuvo que la finalidad del gravamen era “fomentar que toda la población colombiana tenga acceso a los alimentos y no que se evite el pago de impuestos sobre los mismos” (cursivas añadidas). El Ministerio afirmó, además, que le corresponde al Congreso establecer impuestos para financiar los gastos del Estado. La DIAN es muy clara sobre el objetivo de la extensión del IVA: “garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas y evitar una crisis que podría tener efectos devastadores sobre las condiciones de vida de los colombianos”. El Ministerio y la DIAN sostienen que el principio de progresividad no es aplicable al IVA, porque a diferencia del impuesto de renta, es imposible que el Estado pueda establecer la capacidad económica del comprador,

porque al recaer sobre actos ocasionales y no sobre síntesis económicas no permite auscultar las condiciones personales de los sujetos ni establecer diferenciaciones de acuerdo con las capacidades contributivas individuales, como sucede con el impuesto a la renta que es un impuesto directo y se determina sobre resultados económicos. Cuando se adquiere un bien de consumo como es el caso del impuesto a las ventas, el hecho de adquirirlo hace presumir una capacidad contributiva sin que sea posible determinar la realidad económica de quien lo compra15.

Por tanto, descartan la posibilidad de hacer comparaciones interpersonales entre sujetos al imponer el gravamen.

La Corte descartó los argumentos del gobierno y declaró inexequible el artículo 116 de la Ley porque viola los principios de progresividad y equidad que rigen el sistema tributario. Según la Corte, este artículo viola esos principios debido a que i) el sistema tributario se modifica de manera indiscriminada, sin un mínimo de deliberación pública en el Congreso, ii) hay graves falencias tanto en los ingresos provenientes de los tributos con fines progresivos como iii) en los fines redistributivos del gasto, iv) se amplía el IVA a todos los bienes y servicios de primera necesidad, v) lo que pone en peligro el goce efectivo del derecho fundamental al mínimo vital de un amplio sector de la población. En esta argumentación encontramos argumentos procedimentalistas, consecuencialistas y deontológicos.

El primer conjunto es procedimentalista ya que, según la Corte, el procedimiento en el Congreso de la República se desarrolló “sin el mínimo de deliberación pública”, lo que es contrario al principio que prohíbe la tributación sin representación.

El segundo es consecuencialista ya que, de acuerdo con la Corte, el gravamen sobre los bienes y servicios incluidos en el artículo 116 tendría consecuencias nocivas para la promoción de la igualdad real y efectiva en un Estado social de derecho (arts. 1.° y 13 de la CP), por cuanto la extensión de la base gravable del IVA contenida en el artículo 116, al efectuarse sobre bienes y servicios de primera necesidad, no cumple el objetivo de progresividad de los gravámenes –a diferencia del impuesto de renta– pues no diferencia a los sectores de la población a los que se aplica. Y rechaza el argumento del gobierno según el cual la imposición del gravamen no debía tener en cuenta las diferencias (económicas y sociales) entre los individuos sobre los que recaía la medida. Por otra parte, el objetivo de la extensión del gravamen del IVA no es proporcional a la medida, ya que los ingresos adicionales producto de esa ampliación habrían sido utilizados –según el gobierno y los demás impulsores de la norma– para financiar el gasto público en seguridad, y no para –en palabras de la Corte– “financiar el gasto social en programas de impacto específico que compensen no sólo el aumento de la pobreza y la indigencia sino el mayor esfuerzo que supone para los sectores de bajos ingresos el IVA del 2% a bienes y servicios de primera necesidad”.

El tercero es de carácter deontológico ya que, según la Corte, el artículo 116 viola el derecho fundamental al mínimo vital16, por cuanto “la norma acusada grava, para el caso de las personas cuya capacidad económica se agota en la satisfacción de sus necesidades básicas, prácticamente todo lo que estas personas consumen”, lo que les hace imposible alcanzar el mínimo requerido para llevar una vida digna, en la cual las necesidades básicas para la subsistencia sean satisfechas. La Corte aclara que sería acorde con la Constitución imponer cargas tributarias sobre bienes y servicios de primera necesidad, si existieran medidas estatales que compensaran la vulneración del derecho al mínimo vital de los grupos afectados. No siendo este el caso del artículo demandado, la Corte decidió declararlo inexequible.

Sostenemos que, en esta sentencia, la Corte adopta un enfoque deontológico integrado pues, aunque considera que la violación del derecho fundamental al mínimo vital es suficiente para declarar la inexequibilidad del artículo, reitera su jurisprudencia aclarando que “el contexto socioeconómico es, bajo ciertas condiciones, un factor que puede incidir en las condiciones de exequibilidad de una decisión adoptada por el legislador”17, especialmente en materia económica y presupuestal. La Corte evalúa el conjunto de argumentos consecuencialistas y lo encuentra insuficiente, en cuanto se prueba que el objetivo perseguido por el artículo –maximizar el bienestar agregado de la población gravando bienes hasta ese momento exentos–violaría el derecho fundamental al mínimo vital de un gran número de individuos.

CONCLUSIONES

De la interpretación de la sentencia C-776 de 2003 a la luz del debate entre teorías consecuencialistas y deontológicas se pueden derivar las siguientes conclusiones:

1) Las posiciones consecuencialistas rígidas del equipo económico del gobierno, cercanas al AED tradicional, no tienen posibilidades de convencer a la Corte Constitucional. Los argumentos basados en la valoración de una norma según el criterio único de la maximización del bienestar tropezarán con serias objeciones de los magistrados, que les impondrán límites claros siguiendo el criterio del respeto a los derechos fundamentales. Una presunción implícita en la sentencia C-776 de 2003 es que derechos fundamentales como el del mínimo vital no pueden ceder ante consideraciones del posible bienestar económico derivado de una medida. La inconmensurabilidad de los derechos fundamentales hace improbable que la Corte falle de acuerdo con el mero cálculo de costo-beneficio, aun en el caso de asuntos macroeconómicos y presupuestales.

2) La aplicación de análisis estrictamente deontológicos a asuntos macroeconómicos y presupuestales no parece tener arraigo en la jurisprudencia de la Corte. La sentencia C-776 de 2003 recoge y desarrolla el precedente según el cual en la declaración de exequibilidad de normas relacionadas con el manejo económico y presupuestal se debe considerar el contexto social y las consecuencias económicas de sus fallos. Carece entonces de todo fundamento afirmar que la Corte no tiene en cuenta los argumentos consecuencialistas en sus fallos sobre asuntos económicos, áreas en las que no hace una lectura estrictamente deontológica de la Constitución. Y como demuestra la sentencia C-776 de 2003, la prioridad de los derechos fundamentales sobre valoraciones fundadas en la maximización del bienestar parece ser una línea jurisprudencial que la Corte seguirá en sus fallos futuros.

3) A menos que el equipo económico del gobierno ajuste su argumentación a un razonamiento consecuencialista integrado consistente y compatible con el razonamiento deontológico integrado de la Corte, no tendrá éxito ante este alto tribunal cuando defienda la constitucionalidad de medidas económicas controvertidas que involucren la limitación de derechos fundamentales.

4) El AED en la versión “integrada” ofrece valiosas herramientas de argumentación a los economistas y a los juristas, pues reconoce que los jueces deben considerar relevantes –y a veces preponderantes– las consecuencias económicas de sus fallos, pero que la evaluación de esas consecuencias debe respetar los límites de conmensurabilidad que fija la Constitución. Esta versión integrada del AED rechaza la aplicación de la métrica de la maximización de beneficios a bienes y valores inconmensurables, como los derechos fundamentales. Si los economistas llegaran a aceptar este punto, así como los magistrados de la Corte aceptan incluir argumentos consecuencialistas en su razonamiento, empezaríamos a cerrar la brecha entre las formas de pensar jurídicas y económicas.


NOTAS AL PIE

1. En 2004, el Ministerio de Hacienda auspició un nuevo encuentro entre economistas y abogados, donde se constató que sus desacuerdos en torno a la jurisprudencia económica de la Corte Constitucional seguían siendo profundos. Aunque algunas ponencias proponían puentes teóricos para entender de manera integral el debate (como las de Luis Carlos Valenzuela y Rodrigo Uprimny), otras reiteraron las críticas usuales a la labor de la Corte (las de Sergio Clavijo y Alberto Carrasquilla).

2. En otras, el tono beligerante fue evidente. Y se echa de menos la solidez académica en afirmaciones como la siguiente: “En teoría, el trabajo de la Corte Constitucional lo podría hacer un computador adecuadamente programado. Al fin y al cabo, se trata de cotejar un texto (la Constitución) con otro texto (el reclamo) y en esa labor, los computadores han demostrado su superioridad […] Si la Constitución dice A y la demanda dice, en esencia, que la Constitución no dice A, el computador rechaza la demanda, y listo el pollo […] La pregunta importante es esta: ¿qué habría pasado si, en lugar de nueve personas, la Corte hubiera estado compuesta por un millón de computadores programados para cotejar el texto de la Carta con el texto de diversos reclamos que ha hecho la ciudadanía? La Constitución de 1991 es tan compleja que cabe pensar que los resultados puramente técnicos no diferirían mucho de las sentencias que los Honorables Magistrados han emitido” (Carrasquilla, 2001, 19-20).

3. Para ser más exactos, Sen y Williams (1996, 4) afirman que el utilitarismo se halla en la intersección entre dos teorías: bienestarismo y consecuencialismo. Es una teoría bienestarista porque establece o asigna valor a los estados de cosas a través del concepto de bienestar y satisfacción de preferencias. Y consecuencialista porque es una teoría de la acción correcta, de acuerdo con la cual las acciones se deben escoger con base en el estado de cosas que producen como consecuencia. De acuerdo con estos autores es entonces un consecuencialismo welfarista, porque recomienda la elección de las acciones con base en sus consecuencias, a las que establece en términos de bienestar, agregando el bienestar o la utilidad de los individuos.

4. La dificultad del utilitarismo para hacer comparaciones interpersonales surge, según Sen, de la primacía que da a la maximización de la utilidad total (Sen, 1988, 139), lo que ilustra con un ejemplo muy sencillo: si el objetivo primordial del utilitarismo es aumentar el tamaño del pastel, descuida por completo la distribución de las tajadas entre personas con condiciones de vida diferentes. Así, “si cierta persona inválida A obtiene la mitad de la utilidad que un vividor B, de cualquier nivel de ingresos, el problema puro de distribución utilitarista concedería al vividor B unos ingresos superiores al inválido A. El inválido se encontrará entonces en una desventaja por partida doble: porque extrae menos utilidad del mismo nivel de ingresos, y porque tiene unos ingresos menores” (ibíd.).

5. Se suele diferenciar dos tipos de utilitarismo, el de acto y el de la regla. Diferencia que se puede explicar con el ejemplo de las promesas. Consideremos la utilidad social de mantener una promesa. La moral tradicional afirmaría que se han de mantener las promesas, con la posible excepción de aquellos casos en que mantenerlas impone una carga excesiva sobre el promitente (o sobre terceras personas). Para un utilitarista de acto es permisible moralmente romper una promesa si así se produce una utilidad social mayor que en caso de mantenerla. Un utilitarista de este tipo se preguntaría: “este acto de romper una promesa, ¿incrementa o disminuye la utilidad social?”. Un utilitarista de la regla se preguntaría: ¿qué regla moral sobre el cumplimiento de las promesas maximiza la utilidad social?”. Para ambos tipos, los problemas de decisión moral son problemas de maximización de la utilidad social. Pero mientras que el utilitarista de acto considera únicamente las consecuencias desfavorables de romper una promesa en el acto particular que analiza, el utilitarista de la regla considera las consecuencias causales de la práctica general de romper las promesas y las consecuencias no causales de adoptar una regla moral que permita excepciones a la práctica de mantenerlas. Un utilitarista de este tipo está más cerca de la moralidad tradicional, ya que afirmaría que se deben mantener las promesas, salvo raras excepciones. Pues, a diferencia del utilitarista de acto, compara los posibles beneficios directos de romper una promesa en una situación específica con las expectativas que se crearían si las personas supieran que pueden romper las promesas en ciertas circunstancias. Los costos sociales no justificarían el rompimiento de la promesa en el caso particular (imaginemos una sociedad en la que la confianza en las promesas descendiera hasta el punto de que las personas no se involucraran en actividades productivas que requieren que otras cumplan sus promesas). Ver Harsanyi (1996, 57-59).

6. En este ejemplo, Scanlon asumiría una posición típica del utilitarismo de la regla. Según Bernard Williams, un utilitarista de este tipo puede adoptar una práctica o regla general para solucionar determinados casos, aunque ciertas aplicaciones prácticas produzcan un resultado diferente al que se alcanzaría mediante el cálculo individual (1993, 92).

7. En esta sección nos concentramos en la Escuela de Chicago, pese a que un análisis más completo de las tendencias que estudian la relación entre derecho y economía debería incluir las escuelas de Derecho y Economía de New Haven, de la Elección Pública, las escuelas institucional y neoinstitucional, y la de Critical Legal Studies (para un juicioso análisis de esas escuelas, ver Mercuro y Medema, 1997). Además, los exponentes de la Escuela de Chicago son los que han defendido con más claridad y radicalismo la idea de que el derecho es un sistema diseñado para maximizar el bienestar. Esta escuela hace énfasis en instituciones típicamente jurídicas como los contratos, la responsabilidad y la regulación, y a diferencia de la Elección Pública y del neoinstitucionalismo, se la puede considerar genuinamente jurídica.

8. Según Coase, “Naturalmente, si las transacciones de mercado no costaran algo, todo lo que interesaría (cuestiones de equidad aparte) es que los derechos de las distintas partes estuvieran bien definidos y que el resultado de las acciones legales fuera fácil de predecir. Pero, como hemos visto, la situación es completamente diferente cuando las transacciones mercantiles son tan costosas que hacen difícil cambiar los acuerdos sobre los derechos establecidos por la ley. En dichos casos, los tribunales influyen de forma directa sobre la actividad económica. Por lo tanto, sería deseable que los juzgados comprendieran las consecuencias económicas de sus decisiones y las tuvieran en cuenta al decidir, en la medida que ello es posible, sin crear demasiada incertidumbre sobre la situación legal misma” (1994, 138).

9. Este argumento de Dworkin es rebatible. La maximización del bienestar podría ser una forma de alcanzar el bienestar social y la “vida buena”, y no es un criterio independiente centrado exclusivamente en la eficiencia.

10. Para un estudio sobre la recepción en Colombia de teorías jurídicas surgidas en comunidades hermenéuticas fuertes como Estados Unidos, ver López (2004). Aunque el estudio de López no aborda la recepción del AED en Colombia, en las páginas finales de su libro, Teoría impura del derecho, menciona que escuelas como el AED empiezan a ser recibidas en las comunidades hermenéuticas latinoamericanas. Afirma López: “Law and Economics, de otro lado, sí confía que es posible resolver los casos difíciles, pero a diferencia del antiformalismo constitucional contemporáneo piensa que los jueces deben recurrir a la teoría económica y no a la teoría moral o política. El impacto local de estas teorías posmodernas en Latinoamérica será algo interesante de estudiar en el futuro próximo, quizá usando las herramientas de la teoría comparada del derecho que hemos utilizado a lo largo de este libro” (2004, 460).

11. Según algunos de estos autores, entre los muchos problemas que conlleva una lectura estrictamente deontológica de la Constitución se encuentra el gran poder contramayoritario que se arrogan los jueces a partir de lecturas no verificables de principios y valores, así como el efecto negativo que generan providencias sobre temas económicos que no priorizan decisiones de gasto, ni le fijan topes (ver Núñez, 2005).

12. El dinero y el sistema métrico son algunos ejemplos.

13. En The Cost of Rights, Sunstein y Holmes sostienen que sin impuestos no hay derechos; es decir, en una democracia, la vigencia de derechos como la libertad de expresión o reunión depende del pago oportuno de impuestos, porque la implementación de cualquier derecho –independientemente que sea de libertad o prestacional– requiere gastos del Estado.

14. Cooter propone un AED integrado capaz de valorar los derechos con una métrica no unitaria (2000, 247) y sintetiza sugestivamente las diversas formas de valorar los derechos en las democracias. Los análisis de costo-beneficio miden el valor de los bienes privados y públicos mediante la disposición a pagar. Evaluar así los derechos implica considerarlos como fuente de riqueza, lo que hace posible intercambiar derechos por otras fuentes de riqueza, como el dinero. También se los puede considerar no como fuentes de riqueza sino como fuentes de bienestar, lo que implica poner en la balanza la disposición a pagar contra la capacidad para pagar. Si se considera que son fuentes de bienestar, entonces los derechos individuales se pueden intercambiar con otras formas de bienestar, como la atención médica o la vivienda. Por último, se pueden considerar como cartas de triunfo, lo que implica que tienen un valor distinto al que los individuos les asignan. En este sentido, están por fuera del mercado, como ilustra el caso de la persona que no se puede ofrecer como esclavo alegando que le asigna un valor muy bajo al derecho a la libertad. Para esta visión, los derechos se pueden intercambiar, pero no con otros bienes.

15. Cfr. folio 212 del expediente. La interviniente cita la sentencia C-238 de 1997 (M. P. Vladimiro Naranjo Mesa) para sustentar su argumento.

16. Para un análisis del derecho fundamental al mínimo vital, así como para un recuento y un análisis completo de la jurisprudencia de la Corte Constitucional, cfr. CIJUS, 2003.

17. “En efecto, la Corte ha tomado en consideración el contexto socioeconómico en tanto que elemento de análisis a considerar respecto de las condiciones de exequibilidad de una norma; por ejemplo, en la Sentencia C-1064. En esta sentencia, la Corte admitió limitar, para las personas de salarios altos y medios, su derecho a mantener anualmente el poder adquisitivo de los mismos siempre que necesidades fiscales imperiosas así lo exigieran y que el menor gasto en salarios públicos corresponda a un incremento en el gasto social, en beneficio de quienes están en una situación de penuria socioeconómica. Lo mismo ocurrió cuando la Corte admitió limitaciones a la autonomía de las entidades territoriales con incidencia clara en el gasto social en el corto plazo por razones imperiosas de orden macroeconómico relativas a la necesidad de un ajuste fiscal. Ver Sentencias C-540, C-579 y C-1064 de 2001. [También] Sentencia C-157 de 2002, T-299 de 2003, C-237 de 1997, C-984 de 2002 y C-150 de 2003. Igualmente, se pueden citar los siguientes fallos de revisión de tutela: Sentencias T-489 de 1998, T-936 de 1999, T-1176 de 2000 y T-644 de 2003. Por ejemplo, cuando la Corte ha decidido diferir los efectos de una sentencia de inexequibilidad, ha valorado la relación entre el contexto del fallo y los principios constitucionales a proteger. Ver, entre otras: Sentencia C-700 de 1999, C-442 de 2001 y C-737 de 2001”: Corte Constitucional. Sentencia C-776 de 2003 (M. P. Manuel José Cepeda Espinosa).


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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